miel y miedo

Bicicleta

Sí, he sido mi padre y he sido mi hijo, me he planteado preguntas y las he contestado lo mejor que pude, me he hecho repetir, noche tras noche, la misma historia, que me sabía de memoria sin poder creerla, o caminábamos, cogidos de la mano, mudos, sumergidos en nuestros mundos, cada uno en sus mundos, con las manos olvidadas, una en la otra. Así he resistido, hasta el presente. Y aún esta noche parece que todo marcha bien, estoy en mis brazos, me tengo en mis brazos, sin mucha ternura, pero fielmente, fielmente. Durmamos, como bajo aquella lejana lámpara, confundidos, por haber hablado tanto, escuchado tanto, penado tanto, jugado tanto.

(…)

Y los síes y los noes nada significan en esta boca, son como suspiros puntuando una pena, o son respuestas, a una pregunta incomprendida, a una pregunta muda, en los ojos de un mudo, de un retrasado, que no entiende, que nada ha entendido, que se mira en un espejo, que mira hacia delante, en el desierto, los ojos desmesuradamente abiertos, suspirando sí, suspirando no, de vez en cuando.

(…)

El cementerio, sí, allí es donde volvería, esta noche es allí, llevado por mis palabras, si pudiera salir de aquí, es decir si pudiera decir, Allí hay una salida, saber dónde exactamente sería simple cuestión de tiempo, y de paciencia, y de continuidad en las ideas, y de acierto en la expresión.  Pero, y el cuerpo para ir allí, ¿dónde está el cuerpo?, es secundario, es secundario.

(…)

Entonces, ¿estoy obligado a decir, es el momento, esto es la tierra, estas obras apenas vivas que me estaban destinadas y que recuperadas lo estarían a otro, gracias, y a reír, con esa larga risa muda de inexistente avisado, de escuchar atribuirme palabras tan gruesas?, qué sentido del humor, confiesa que ya no estás a la altura, que acabarás por montar en bicicleta.

 

Fragmentos de Textos para nada (Textes pour rien, 1950), de Samuel Beckett.

Temporada en el abismo

Estoy siguiendo un programa de escucha musical que me lleva a escuchar mucho metal: Iron Maiden, Death, Dio, Motörhead, Judas Priest, Morbid Angel, Slayer, Mercyful Fate, Atheist, etcétera. Intentaré sacar algo positivo de todo esto, tarde o temprano. Me lo prometo.

La catástrofe

Probablemente no sería extraño definir a la fase extrema del desarrollo capitalista que estamos viviendo, como una gigantesca acumulación y proliferación de dispositivos. Ciertamente, desde que apareció el homo sapiens ha habido dispositivos, pero diría que hoy no hay un solo instante de la vida de los individuos que no sea modelado, contaminado o controlado por algún dispositivo. ¿De qué manera podemos entonces hacer frente a esta situación, qué estrategia debemos seguir en nuestra cotidianeidad cuerpo a cuerpo con los dispositivos? No se trata simplemente de destruirlos, ni, como sugieren algunos ingenuos, de usarlos en el modo justo.

Por ejemplo, viviendo en Italia, un país donde los gestos y los comportamientos de los individuos fueron remodelados de principio a fin por el teléfono celular (llamado familiarmente “telefonino”), yo he desarrollado un odio implacable por este dispositivo, que ha vuelto aun más abstractos los vínculos entre las personas. A pesar de haberme sorprendido tantas veces pensando cómo destruir o desactivar los “telefonini” y cómo eliminar o, al menos, castigar a aquellos que los usan, no creo que sea ésta la solución justa del problema.

El hecho es que, según es evidente, los dispositivos no son un accidente en el cual los hombres caen por casualidad, sino que éstos tienen su raíz en el mismo proceso de “humanización” que volvió “humanos” a los animales clasificados bajo la rúbrica de homo sapiens. El acontecimiento que produjo al humano constituye, de hecho, para el viviente algo así como una escisión, que reproduce de algún modo la escisión que la oikonomia había introducido en Dios entre ser y acción. Esta escisión separa al viviente de sí mismo y de la relación inmediata con su ambiente, es decir, con aquello que Uexkühl y luego Heidegger llaman el círculo receptor-desinhibidor. Partiendo o interrumpiendo esta relación, se producen para el viviente el aburrimiento –es decir, la capacidad de suspender la relación inmediatamente con los desinhibidores– y lo Abierto, es decir, la posibilidad de conocer al ente en cuanto ente, de construir un mundo. Pero con esta posibilidad es dada inmediatamente también la posibilidad de los dispositivos que pueblan lo Abierto de instrumentos, objetos, gadgets, baratijas y tecnologías de todo tipo. A través de los dispositivos, el hombre busca hacer girar en vacío los comportamientos animales que se han separado de él y gozar así de lo Abierto como tal, del ente en cuanto ente. En la raíz de cada dispositivo hay por lo tanto un deseo demasiado humano de felicidad, y la captura y la subjetivación de este deseo en una esfera separada constituyen la potencia específica del dispositivo.

Ello significa que la estrategia que debemos adoptar en nuestro cuerpo a cuerpo con los dispositivos no puede ser simple. Porque se trata de liberar aquello que ha sido capturado y separado a través de los dispositivos para restituirlo al uso común. Es en esta perspectiva que quisiera ahora hablarles de un concepto sobre el cual he trabajado recientemente. Se trata de un término que proviene de la esfera del derecho y de la religión romana (derecho y religión están, no solamente en Roma, estrechamente ligados): profanación.

Según el derecho romano, sagradas o religiosas eran las cosas que pertenecían de cualquier modo a los dioses. Como tales, éstas eran sustraídas al libre uso y al comercio de los hombres, no podían ser vendidas ni dadas en prenda, cedidas en usufructo o gravadas en servidumbre. Sacrílego era cada acto que violase o transgrediese esta especial indisponibilidad, que la reserva exclusivamente a los dioses celestes (y se decían propiamente “sacras”) o infernales (en este caso, se decían simplemente “religiosas”). Y si consagrar (sacrare) era el término que designaba la salida de las cosas de la esfera del derecho humano, profanar significaba, por converso, restituir al libre uso de los hombres. “Profano”, podía escribir el gran jurista Trebazio, “se dice en sentido propio aquello que de sagrado o religioso que era, es restituido al uso y a la propiedad de los hombres”.

Se puede definir religión, en esta perspectiva, como aquello que sustrae cosas, lugares, animales o personas al uso común y los transfiere a una esfera separada. No sólo no hay religión sin separación, sino que toda separación contiene o conserva en sí un núcleo genuinamente religioso. El dispositivo que actúa y regula la separación es el sacrificio: a través de una serie de rituales minuciosos, diversos según la variedad de las culturas, que Hubert y Mauss inventariaron con precisión, ésta sanciona en cada caso el pasaje de cualquier cosa de lo profano a lo sacro, de la esfera humana a aquella divina. Pero aquello que ha sido ritualmente separado, puede ser restituido del rito a la esfera profana. La profanación es el contra dispositivo que restituye al uso común aquello que el sacrificio había separado y dividido.

(…)

Aquello que define a los dispositivos con los cuales nos las vemos en la fase actual del capitalismo es que éstos no actúan tanto a través de la producción de un sujeto, como a través de procesos que podemos llamar de desubjetivación. Un momento desubjetivante estaba, ciertamente, implícito en cada proceso de subjetivación y el Yo penitenciario se constituía, como hemos visto, sólo a través de la propia negación; pero aquello que adviene ahora es el hecho de que procesos de subjetivación y procesos de desubjetivación parecen devenir recíprocamente indiferentes y no dan lugar a la recomposición de un nuevo sujeto, si no de forma larvada y, por así decir, espectral. En la no-verdad del sujeto no hay más algún modo de su verdad. Aquel que se deja capturar en el dispositivo “teléfono celular”, cualquiera sea la intensidad del deseo que lo haya empujado, no adquiere por ello una nueva subjetividad, sino solamente un número a través del cual puede ser, eventualmente controlado; el espectador que pasa sus noches delante del televisor no recibe a cambio de su desubjetivación sino la máscara frustrante del zappeur o la inclusión en el cálculo de un índice de audiencia.

De aquí la vanidad de esos discursos bienintencionados sobre la tecnología, que afirman que el problema de los dispositivos se reduce a aquel de su uso correcto. Parecen ignorar que, si a cada dispositivo corresponde un determinado proceso de subjetivación (o, en este caso, de desubjetivación), es totalmente imposible que el sujeto del dispositivo lo use “en el modo justo”. Los que tienen discursos parecidos son, por otra parte, a su vez el resultado del dispositivo mediático en el cual son capturados.

(…)

Cuanto más los dispositivos se vuelven invasivos y diseminan su poder en cada ámbito de la vida, tanto más el gobierno se encuentra de frente a un elemento inaferrable, que parece huir a su toma cuanto más dócilmente se somete a ésta. Ello no significa que esto represente en sí mismo un elemento revolucionario ni que pueda detener o siquiera solamente amenazar a la máquina gubernamental. En lugar del anuncio del fin de la historia, se asiste, de hecho, al incesante girar en vacío de la máquina que, en una suerte de inmensa parodia de la oikonomia teológica, asumió sobre sí la herencia de un gobierno providencial del mundo que, en lugar de salvarlo, lo conduce –fiel, en esto, a la originaria vocación teológica de la providencia– a la catástrofe.

 

Fragmentos de ¿Qué es un dispositivo? (Qu’est-ce qu’un dispositif?, 2007), de Giorgio Agamben.

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Confesión

«Llegué a mi casa y entré en mi tranquilo aposento, donde todavía ardía sobre la mesa de tocador la vela que Rosaura había dejado allí. Entonces empecé a sentir una terrible excitación, pues a cada instante esperaba la llegada de mi mujer. Lo dispuse todo con cautela como ella lo había dejado. Me olvidé por un momento de las alas y las plumas que me cubrían. ¡Justo cielo! ¿Cómo deshacerme de ellas? Procuré arrancarme las plumas con las manos, pero las tenía profundamente enterradas en las carnes. Quizá desaparezcan por sí cuando rompa el alba. La noche empezaba a decaer; con la agonía del miedo me escondí debajo de la ropa de cama. Mi desesperado valor me abandonaba; yo estaba enteramente a la merced de Rosaura, y sin duda iba a saciar en mí su sed de espantosa venganza. En tan miserable estado pasé otra hora; pero ella no llegaba, y mi terror y mi angustia crecían por momentos hasta que ya casi no pude aguantar más. De pronto oí ruido de alas (…)»

Fragmento de “La confesión de Pelino Viera” (1883), de Guillermo Enrique Hudson.

En los albores, todo era miel y miedo.